Autor: José Tomás Angola
Esta ciudad de flojera sombría, entregada a una siesta en las manos verdosas del valle, es todo lo que amo. En mi ínfima forma puedo recorrer sus pliegues y zambullirme en sus oscuridades. Nunca dice que no, nunca se siente indispuesta. Nunca se esconde ni se niega al beso. No necesita que le diga que la amo, ni me devuelve palabras prestadas. No me pide paciencia ni comprensión, ni llora por tonterías, ni se ofusca por necedades. Ni siquiera escucha ese taladro grosero que rompe la calle de enfrente y me lanza a pensar que Caracas carece de cartografía, carteles cardíacos, carros cansados, calvas castas, caricias carnívoras, y sin embargo no le hacen falta para saberse amada. Lo que me queda por vivir será entre sus imperfecciones, entre sus rudos delirios. Así es para mí y para tantos que se someten a la dura prueba de sobrevivir entre calles graves. Mato el mito de la ciudad delincuente, mato su deshonor de ciudad asesina y a pesar de las huestes descerebradas que obran entre las esquinas con odio, ella está virgen y salvada, como salvado estoy yo cada noche cuando en la ventana me siembro y trato de hallar el por qué de tanta mierda que presencio. Ella me salva con sus senos erectos entre San Bernardino y Coche. Ella me salva con su rostro entre Catia y Caricuao. Ella me salva de la terrible desesperación de tanta madrugada cruel con su pubis entre Sebucán y los Chorros. Ella me salva de perderme en sus pies entre El Marqués y Petare. Ella siempre me salva con sus brazos elevados entre Las Mercedes y La Trinidad. Ella se sabe amada y me lo dice cada vez que se desnuda para que la observe. Ella lo sabe y se recuesta al muro lapislázuli que la aleja del mar y los indocumentados llaman ingenuamente Cerro Ávila.
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