PUBLICARTE da la mano a la celebración de los 444 años de nuestra ciudad. Caracas la mujer. Caracas hombre, niño o niña. La tantas veces ultrajada, la que no pierde la esperanza. Caracas será tomada de la mano por los que crean, sueñan, proponen, discuten, reflexionan a través de la palabra. Caracas también es texto, cuento, dramaturgia, narración, ensayo, poesía. Caracas es el abecedario que nos acompaña cada día, Caracas es una niña que continua soñando con que algún día será grande.

jueves, 22 de septiembre de 2011

Caracas ya es más Luz, que Paris.


Autora: Elba Escobar

Mi ciudad es una ciudad que habito a veces, otras simplemente la observo y la mayoría de las veces me ocurre, me ocurre hasta las lágrimas.
A mi mamá le encantaba mudarse, siempre desestimó la maldición maracucha, esa que reza: ¡Ojalá te mudeís!
Nací en la calle “El medio” del Prado de María, me bautizaron, hice la primera comunión y me confirmaron en la Iglesia “La Milagrosa”, virgen de la cual mi madre era devota, solo esa virgen era de su simpatía, porque la verdad y para ser honestos, nunca le gustaron los curas, ni las monjas, razón por la cual, me salvé de estudiar en el colegio Carmelo. Ella eligió para nosotros, sus hijos, colegios laicos y mixtos, decía que eso de mandar a sus hijos a colegios católicos era un peligro y una ociosidad.
Luego nos mudamos a las Acacias. Casualmente, la semana pasada, estuve filmando una película en Las Acacias y me vi, viviendo en esos pequeños edificios de tres pisos, jugando rayuela, aunque nosotros llamábamos a ese juego “Pisé”, “La ere”, “El escondite”,  “Un dos tres, pollito Inglés”, el teléfono, “A la rueda, rueda de pan y canela”, “la señorita Elba, va entrando en el baile, que la baile, que la baile…” Metras, pepa y palmo, gallito, perinola con las latas de jugo yuquerí y palitos de tintorería, no digo trompo porque siempre fui muy mala con el trompo, estampándome los brazos con las calcomanías que venían en los chicles Bazooka. Y saliendo tempranito para el colegio, que quedaba en la cuadra de atrás, con mi hermana, apenas un año mayor, tomaditas de la mano, con cinco y seis años, respectivamente, solitas, porque no había ningún peligro.
Mi mami sin embargo se asomaba a la ventana de su cuarto, que daba para el patio del colegio y nos saludaba cuando hacíamos fila para entrar a los salones. Fue desde ese patio que mi mamá nos cuidó, sonaba el timbre del recreo y ella salía a la ventana y nosotras mirábamos y le lanzábamos besos, no se le ocurrió nunca decepcionarnos, siempre estuvo allí.
Cuando me tocó pasar a bachillerato, yo dije, “Liceo”, para esa época los mejores colegios, la mejor educación, los mejores profesores, el mejor pensum, era el de los colegios oficiales, la educación privada, estaba muy mal vista. Me zonificaron al colegio Santiago Key Ayala, que iba a estar en el Prado, pero aún no se había mudado la sede, de modo que mi primer año, fue en la que quedaba, “De Glorieta a Maderero”, mi mamá me acompañó el primer día, y me mostró, como llegar a la avenida Victoria y esperar en la parada, el autobús y  a darle a la cuerdita para que parara y bajarme en las avenida Fuerzas Armadas y caminar cuatro cuadras hacia arriba, hasta llegar al Liceo, mientras lo mudaban. Yo tenía once años y durante seis meses, hice ese recorrido solita. Que ciudad, tan amable, tan simple.
Llegamos a vivir en la Avenida Andrés Bello al lado de VAM y de allí llegaba en bus a mi liceo, que ya estaba en El Prado, después que lo inauguró el Propio presidente Caldera.
Una vez nos mudamos a El Paraíso, por un día, porque quien nos alquiló, se equivocó y ya lo tenían palabreado para otra gente, lo que nos hizo, embalar y desembalar  para regresar a la casita del Rosal, donde mi mamá no quería seguir viviendo porque había ratones. Aunque en el patio había dos matas maravillosas, una de cemeruco y la otra de níspero.
De allí nos fuimos a Parque central, esto era para mí, como la casa de los Súper Sónicos, nunca me gustó, allí comencé mis primeros ejercicios literarios, escribiendo poemas sobre la cárcel de concreto donde vivía. Sin embargo fue allí donde descubrí el teatro, un día crucé hasta la vieja casa del Ateneo y se estaba presentado un grupo: “Porque un día salga el sol, sin nubes que lo oscurezcan” Así de largo, era el nombre del grupo, allí supe, que eso era lo que yo quería hacer, aunque para ese momento yo estudiaba en el Pedagógico de Caracas, física y matemáticas.
Ya la ciudad nos estaba cambiando.
Comencé a hacer teatro, vivimos con una tía en Santa Mónica, y luego nos mudamos a Las Mercedes, un edificio pequeño de apartamentos enormes, ahora está Compumoll allí. Y me juré que si algún día tenía posibilidades, me iba a comprar un apartamento y le iba a comprar uno a mis padres, la verdad, estaba harta de mudarme. Para cuando llegó el viernes negro, la liquidación que me dieron en Radio Caracas por la reducción de personal, no me alcanzó para comprar en mi querida ciudad y nos fuimos a San Antonio de Los Altos.
Yo bajaba a Caracas a diario, cómodamente, porque no había tanto tráfico y cuando entraba en la valle coche, se me salían las lágrimas, viendo el Ávila.
Es tan amorosa, tan majestuosamente amable la bienvenida que nos ofrece al entrar a la ciudad nuestro Ávila.
Si veía un camioncito de tablitas lleno de verduras y frutas frescas, de esos que bajaban de los Altos Mirandinos a los mercaditos populares, se me salían las lágrimas de agradecimiento a nuestra tierra fecunda, aunque nací urbana, me atrapó la visión bucólica.
Pasé años escapada de la ciudad, hasta que no pude y decidí regresar, ya con un hijo en combo. La excusa: “Un buen colegio para Simón” Me mudé a “la ciudad satélite” La Trinidad, vía Sartenejas. Desde el ventanal de la sala, divisaba toda Caracas y el Ávila frente a mí, lejano pero más mío que nunca. El muchachito fue creciendo y con él mi susto, por su seguridad, la noche, las fiestecitas, las rumbas, enseñarlo a manejar, darle el carro… Allí me comenzó a doler la ciudad, algo había pasado, y en él, el hijo, se me presentaba la angustia de una ciudad invivible, cuando se tiene un hijo, se tienen todos los miedos.
Me mudé a Los Palos Grandes, el municipio más seguro, y al mes secuestraron a mi hijo, en el propio estacionamiento de mi edificio,  le robaron el carro y lo dejaron afortunadamente sano, en una calle donde consiguió ser atendido por una buena familia, que le prestó el teléfono y me lo trajo de madrugada, para que yo no saliera sola por ahí a buscarlo. Todo parecía oscuro, todo me empujaba hacia fuera
Se fue mi hijo a Australia por intercambio y comencé a dormir tranquila, que vaina tan loca, mi hijo, del otro lado del mundo y yo dormía tranquila, porque él estaba en una ciudad segura. Pero me regresó hombre, y un día me dijo: no es la ciudad mamá, es el miedo, ese es el peor enemigo.
Y entendí y le dí la razón, y conmigo muchas madres y muchos padres escucharon a sus hijos, dueños de su ciudad, más dueños que nosotros, nos invitaron a tomarla, y empezaron los milagros… la toma de la ciudad, los artesanos, los músicos, los libros, los escritores y poetas, los actores, los comediantes, los ciudadanos, los cocineros, los comerciantes…
Ya Caracas es nuestra de nuevo, es celebración y es verde y todavía nos alimenta de mangos en Mayo y de mandarinas en Noviembre, nos cobijan sus sombras en las aceras sembradas y en el tráfico un buen suspiro y una mirada al cielo Caraqueño nos alivia la espera. Eso somos, caraqueños luminosos porque Caracas ya es más luz, que Paris.  

De este lado del río



(versión de un texto más extenso publicado en Relectura)
Autor: Ricardo Ramírez Requena.

Vemos aparecer, en los albores de la democracia,  la ciudad de este lado del río, la de las crecidas del mismo, la nueva: Las Mercedes con sus viejas casas hermosas, más la huella vasca por varias partes, y sus calles con nombres de hermanas extranjeras: París, Londres, Nueva York, una avenida principal llamada José Martí (no Principal, como se cree) envueltos en restaurants chinos, italianos, españoles, franceses; luego tenemos a Bello Monte de este lado del río, a donde llegamos por una avenida llamada Río de Janeiro: Beethoven, Miguel Ángel, Pasteur, Bomplant, Chopin, Sorbona, Voltaire, Edison, Leonardo Da Vinci, son los nombres de sus calles, entre edificios numerados, esquinas con aires europeos, lugares de comida libanesa, pequeños bares y muy cerca la UCV y su extensión hacia afuera: el furor del beisbol, traído por los norteamericanos, y del futbol, por los italianos, portugueses y españoles; muy cerca los Chaguaramos y Santa Mónica con sus anchas calles, sus garitos de estudiantes y cerveza barata (antes), hasta llegar a los Próceres. Aquí pueden comer en Roccolano, en el Fornaretto, y en uno de los lugares más emblemáticos y legendarios: Crema Paraíso. Por estos parajes leemos los nombres de éstas calles, en plaquitas blancas que poco observamos: Reinaldo Hahn, Teresa Carreño, Rufino Blanco Fombona, Teresa de la Parra, Cristóbal Rojas, Razzetti, Codazzi, Rìzquez, Facultad, Estadium, Bellas Artes, Humboldt, tantas calles, tantos referentes hasta llegar a Eduardo Calcaño. Siempre me pareció irónico que la Academia Militar y la UCV estuvieran tan cerca.  La huella que dejó Gómez y la de Betancourt, los dos grandes políticos del siglo XX venezolano, se evidencia entre el Fuerte Tiuna y Las Mercedes. Una parte de la ciudad que viaja, pinta, esculpe, hace música, estudia, escribe. De este lado del río la ciudad más nueva, la que se soñaba menos castiza, más universal. La verdadera ciudad moderna, la de Inocente Palacios, la de los inmigrantes italianos llegados a la avenida Victoria.
No es perfecta nuestra ciudad, de estos lados: es la ciudad de las protestas estudiantiles desde siempre, de los recoge latas, de los habitantes de las riveras del Guaire, gente abandonada y sola. Está llena de matices grises, del color del río viejo, del smog de los carros.
¿Cuánto sabemos realmente de ella? ¿De sus historias, anécdotas?
He conocido una ciudad que no ha dejado nunca de soñar. Mejor hablar de ella ahora pues no sabemos cuando desaparezca, cuando se marche,  cuando nos deje solos. Dependerá quizás de nosotros conservarla, en físico, o en la memoria. Somos nuevos, apenas hemos llegado. No somos Roma ni Estambul, nos falta mucho que sortear todavía. De este lado del río, hay una ciudad que se escribe cada día entre trago y trago de cerveza de los estudiantes en los bares alrededor de la UCV, en donde continúan las discusiones de las clases, en donde pelean, luchan por sus ideas, las abandonan, las rescatan. La retengo ahora, la abrazo en su verdor y su mugre, en sus pordioseros haciendo malabarismos mediocres en los semáforos, en sus talles mecánicos, en sus crecidas del río que aterran y nos hacen pensar que desapareceremos de un chispazo. Quizás por eso vivimos en colinas, quizás por eso nos olvidamos tanto de sus pasos, apenas fundados, apenas dejando marca en el cemento.
De este lado del río, en donde todo cambia y permanece a la vez, nos sabemos de ella, de la ciudad nueva, la que apenas se fundó hace 50 años, la que más hermosa y rebelde de las muchachas. La nuestra.

LA MODELO ELUSIVA


Autora:   Carmen Mannarino

En los atardeceres, mientras en el bulevar  leía la prensa vespertina y aspiraba el tabaco de mi pipa, ella pasaba. Siempre sola, un tanto ausente y con pausado andar. Parecía integrada a la atmósfera, jamás al clima humano  tan indefinido en el lugar. Nadie la conocía. Algunos la miraban con curiosidad por la ausencia de huella de su andar. Otros, con indiferencia. Era aseidad en tránsito. Nadie se le acercaba. No se cruzaban saludos a su paso. Nunca oí comentarios acerca de su persona durante los meses que la estuve aguardando con curiosidad. ¿Cuál sería su mundo? ¿Dónde se dirigía?...
            Un día decidí retratarla para que su imagen permaneciera conmigo y salí con la cámara dispuesto a hacer cautiva su figura, su rostro, sin que ella lo advirtiera. Me atraía, sin duda, no por esplendorosa, sino por la promesa de ocultas ternuras, de secretas pasiones, por el enigma de su extrañeza ausente en contraste con un innegable atractivo femenino. No pasó más. Yo seguí atento a un nuevo aparecer de su silueta. La presentía en cualquier solitario caminar de mujer entre la multitud en deslizamiento, a la hora de las últimas claridades del día.
            Tiempo después apareció, cuando el olvido comenzaba a suplantar al recuerdo, en la librería de habituales encuentros y presentaciones de libros. Ella entró, quizá por equivocación, en compañía de otra mujer. Se detuvo unos minutos viendo los libros sin detenerse en ninguno, mientras continuaba la charla con la posible amiga. Indiferente, veía pasar el brindis a su lado. Al poco tiempo se retiró. Había sido mi oportunidad para detallar su rostro: piel delatora de una juventud retenida, ojos de mirada lánguida, aunque por momentos desconfiada o escrutadora; dúctil y por momentos sensual expresión de los labios, e, inusitadamente, una abundante gesticulación y emotivo murmullo de la voz. Ese día yo no cargaba la cámara. Seguí abrigando el deseo de verla nuevamente, aunque el acetato ya no la apresaría.
            Otra tarde, no recuerdo cuanto tiempo después, ella volvió a pasar, sola y ausente, como siempre. Apenas la advertí. Nuevamente, casi la había





olvidado. Pero ese día, mientras se perdía del alcance de mi mirada, iba sintiéndome un famoso fotógrafo que fortuitamente encontró su modelo  y lo llevó a muchos lugares, en blanco  y negro, sobre fondo ocre o azul, a todo color, incluido en ensayos de fotocomposiciones.
Había retratado muchos rostros de mujer, conocidos o extraños, y les asignaba nombres que muchas veces cambiaba por parecerme inadecuados. Para ella se me antojaron: Lucía, Olga o Teresa, pero lo cierto es que, a pesar de mis esfuerzos, no logré el correlato de su imagen. Seguía percibiéndola única, aun cuando su cercanía no me había sido destinada.      
   

  (Del libro en preparación:  “Esta ciudad tan mía y tan ajena”)

jueves, 4 de agosto de 2011

Caracas es cambio



Autor: Rafael Osío Cabrices

No nos dejemos engañar por la sensación de solidez que proveen todo ese concreto, todo ese hierro: las ciudades son cambio, están hechas de cambio, su naturaleza es mutante. Cambian en sí mismas y cambian al entorno que ocupan, que transforman y alteran irremediablemente en varios sentidos. Cambian a las personas que las habitan e incluso a los territorios en los que ejercen su influencia.
Caracas es un ejemplo particularmente intenso de esta condición metamórfica de las urbes. Sus cambios empezaron con su misma fundación: la que puede haber sido su primera ubicación, establecida por un mestizo gatillo alegre llamado Francisco Fajardo en 1560, tuvo que ser abandonada, a causa de la hostilidad nativa, hasta que un jefe militar más fuerte la refundó, poco más al este, en 1567.
En 1814 casi desapareció, cuando la invasión de los lanceros de Boves obligó a buena parte de su población a evacuarla; Caracas perdió entre el terremoto de 1812 y la caída de la Segunda República, dos años después, a más de la mitad de sus habitantes. Ha sido capital de varios territorios diferentes: la provincia de Caracas, la capitanía general de Venezuela, el departamento de Venezuela de la Gran Colombia, la república de Venezuela, los Estados Unidos de Venezuela y la República Bolivariana de Venezuela. Y ha sido desprovista de su capitalidad, también, durante los breves y confusos días del fin de la Gran Colombia. Para no mencionar las muchas ocasiones en que a algún mandamás se le ha ocurrido quitársela de nuevo, a favor de alguna utopía en Caicara del Orinoco, por ejemplo, de la que no se puso jamás ni la primera piedra. No sé si esto tenga relación con que ningún jefe de Estado venezolano ha sido caraqueño desde el ciclo guzmancista.
Caracas ha sido modificada mediante varios modelos inconclusos y, sobre todo, a través de la aplicación al parecer deliberada de las fuerzas del caos, porque el caos también se puede decretar. Esos cambios se han impuesto a veces con el criterio de hacerla parecer otra ciudad, de inducirla a escapar de sí misma. Los conquistadores que la fundaron la asociaron con el remoto reino ibérico de León, mucho antes de que Antonio Guzmán Blanco la interviniera lleno de nostalgia por la ciudad que más le gustaba, París. Parisino era también el plan Rotival, que cambió el centro de la ciudad a partir de los años 30 pero se dejó a medio camino, legándonos la siempre inconclusa avenida Bolívar. Y el plan del ingeniero Francis Violich, que la convirtió en los años 50 en una ciudad para los carros, pretendía convertirla en un remedo de Los Ángeles. Abundantes vestigios de esta eterna nostalgia por otro sitio lo tenemos en tantos nombres de edificios y de calles, tantos letreros comerciales en inglés. Y, también, en la decoración de cada navidad, nostalgia de un invierno nevado que no ha habido aquí ni durante las Glaciaciones.
Debe ser por ese carácter inaprensible y negador de sí que Caracas es tan impredecible. Esta ciudad no termina de asentarse, la idea de Caracas no termina nunca de ser aceptada. A veces no hay cola donde debería haberla. A veces aparece un aguacero pavoroso en medio de un cielo despejado, como si fuera un gesto divino del Antiguo Testamento. La lluvia (y los sismos) han hecho lo suyo para alterar su confusa cartografía, pero la mayor contribución a su enorme movilidad interna ha venido de nuestra fobia al pasado, que nos hace apelar a la demolición a la menor provocación, y de su crónica crisis de vivienda, que genera tantas invasiones, ocupaciones, desocupaciones y sobreocupaciones en los cerros que, según estaba previsto, debían constituir una zona verde protectora y no un horizonte que le recuerda sin pausa a los habitantes de este valle la magnitud de la inequidad y la precariedad en que viven.
Es una ciudad que solo genera sentimientos encontrados y de la que suele decirse que lo mejor que tiene es algo que no construyó nadie, el cerro Avila. Es una ciudad que arrastra unos cuantos records que no deben enorgullecer a nadie pero que pudo haber sido la mejor del mundo. No lo fue, y no sé si podrá serlo. Pero sin duda, puede ser mucho mejor de lo que es hoy.

Mixtura


.
Por Blanca Rivero.

Una ciudad de mezclas, de mixtos y de mestizos. Los palimpsestos eran tablas de madera que los antiguos reescribían y borraban una y otra vez, los textos anteriores dejaban huellas que ornamentaban los nuevos escritos, secuelas del pasado que revivían con un nuevo tenor.
Caracas en 444 años es poco lo que conserva de su arquitectura colonial; más allá de las estructuras y ubicación de algunas iglesias, nuestro centro histórico ha ido desvaneciéndose ante nuestros ojos, mucho de lo que ha perdido y que nos pertenece es memoria colectiva. Contamos con algunas edificaciones del siglo XIX que han sobrevivido a la inclemencia del tiempo, del uso y abuso, de los gobiernos, edificios nobles que por su materialidad permanecen y soportan cambios atroces en sus fachadas y desmembramiento de sus entrañas, pero que reflejan la fortaleza del que no se permite morir.
Para Caracas el siglo XX fue la esperanza de la modernidad, la utopía que le permitiría renacer de sus cimientos, presentársenos como una gran oportunidad, y lo fue, fue laboratorio de experimentación -para nativos y foráneos- de las más novedosas técnicas y propuestas arquitectónicas y urbanas, la renovación, lo nuevo, lo bueno se nos asomaba como una realidad posible, dejamos que se nos diluyera de las manos alzadas por la emoción de la victoria.
Hoy, bajamos las manos y las encontramos vacías de esa utopía, pero Caracas tiene madera, aún nos queda ese palimpsesto sobre el cual, esta ciudad que no renuncia, que no se deja, esta ciudad que nos muestra y demuestra cada día su espíritu y su valentía, que con su color y su aroma todavía podemos escribir. Cada pedazo de su historia y de su futuro se nos ofrece como oportunidad, crecimiento e ilusión. Caracas siempre Caracas, la que podemos y de la que podemos sobreescribir.