PUBLICARTE da la mano a la celebración de los 444 años de nuestra ciudad. Caracas la mujer. Caracas hombre, niño o niña. La tantas veces ultrajada, la que no pierde la esperanza. Caracas será tomada de la mano por los que crean, sueñan, proponen, discuten, reflexionan a través de la palabra. Caracas también es texto, cuento, dramaturgia, narración, ensayo, poesía. Caracas es el abecedario que nos acompaña cada día, Caracas es una niña que continua soñando con que algún día será grande.

miércoles, 13 de julio de 2011

PERFIL DE CARACAS (1945)


AUTOR: MARIANO PICON SALAS
LECTORA: MARIA EUGENIA PERFETTI

Páginas 158 a
Aún existen en la Caracas de 1945 algunos caraqueños ingeniosos y bien educados: don Pedro Emilio Coll, el doctor Santiago Key Ayala, Eduardo Michelena, caraqueñísimo gerente de nuestra “Lotería de Beneficencia”, que escriben y hablan un castigado e incisivo idioma y sienten horror físico y moral cuando leen en un periódico venezolano de estos días frases como la siguiente: “La culturización masiva del conglomerado promete ser exitosa”. El área geográfica de estos caraqueños, últimos depositarios del estilo, se extendía en dirección oeste-este, desde el guzmancista “Paseo del Calvario”, con sus ninfas y estatuas de bronce a la moda de 1870, y su romántico jardín criollo, hasta el Parque de la Misericordia, deteniéndose –es claro- en sitios tan característicos como la Ceiba de San Francisco, el patio de la Academia de la Historia, la esquina de Las Gradillas, la Plaza Bolívar, con los viejos guerrilleros que cuentan anécdotas de la revolución de 1903; del Mocho y del Caribe Vidal, y la antigua “Cervecería de la Torre”, que hasta 1925 ofrecía a los trasnochadores unas deliciosas tostadas de queso amarillo y un casi sólido chocolate español. Todavía en 1936 Luis Correa era un insuperable cicerone de Caracas. Luis representaba como pocos caraqueños esa curiosa mezcla de costumbres francesas y españolas, que se superpuso al misterio y azar de nuestra vida criolla y marcó el tono social de la pequeña metrópoli entre los últimos años del siglo XIX y los primeros cinco lustros del presente: la Caracas de la época que puede llamarse con una palabra antipática, “prepetrolera”. Era la Caracas donde las mujeres se vestían con los modelos de la “Compañía Francesa” que parecían reproducir las figuras de Toulouse-Lautrec y de Renoir, aunque el exceso de plumas, de cabellera y de punzones  en el sombrero, no estuviera de acuerdo con la circunstancia climática. Del “Colegio San José de Tarbes”, donde aprendieron la angulosa caligrafía francesa, con sus letras enormes y un tanto afectadas, las muchachas de la buena sociedad o de la clase media pudiente salían para casarse con tanta ostentación que durante una semana la crónica social de los periódicos publicaba la heteróclita lista de los regalos. Estos comprendían desde los más caros aderezos de la casa Gathman hasta unas horribles estatuillas de terracota italiana con escenas pastoriles, cazadores de Tirol o muy sonrosadas aldeanas del Lago Como, de aquellas que describió Manuel Díaz Rodríguez en sus Sensaciones de viaje (Caracas, 1895). El desecho de esa Caracas que se fue, las últimas formas retorcidas del 1900 se pueden observar todavía en algunas casas de San José o San Agustín o en las “chiveras” como la del antioqueño Restrepo, quien con su cultura y formalidad colombiana ha actuado como un verdadero Proust del comercio: siempre a la busca de tiempo perdido.
El francesismo caraqaueño de entonces predominaba en trajes y perfumes, en el exceso de Champagne Cliquot en los matrimonios y grados académicos, en la literatura de la generación de El Cojo Ilustrado que escribió cuentos a lo Maupassant, “manchas de color” y “análisis de almas”. Prevalecía, además, en algunos restoranes ya desaparecidos como el “Louvre”, cuyos menus organizaban de modo insuperable los últimos gourmets que he conocido: Luis Correa o el doctor Francisco Izquierdo. Gustavo Manrique Pacanins, ahora procurador general de la nación y adepto, por mandato médico, al Agua de Vichy o al “Evian”, fue, hasta poco años un exigente anfitrión. Las nuevas generaciones –hay que decirlo- han perdido el sentido del gusto y hasta cometen el sacrilegio de beber whiskey durante la comida. Pero aquel francesismo no chocaba, de ningún modo, con el españolismo más popular de viejos cafés, hoteles y botillerías como el difunto “Barcelonés”; el antiguo “Hotel Continental”, de grandes balcones gaditanos; cierto “Hotel Familias”, última Thule de los cómicos y banderilleros sin contrata, no con el entusiasmo por las corridas de toros, las inmensas apoteosis tributadas a Belmonte y El Gallo y la paciencia para escuchar recitales de Villaespesa, de Eduardo Marquina o de Juan José Llovet. Todavía en 1924 en alguna casa de la plaza de Candelaria, en medio de una reunión con música y canto,  la señorita recitadora que cultivaba como una orquídea su tuberculosis incipiente, disparaba ante el pequeño público los veros aprendidos en la “Academia de Declamación” de Fernández de Arcila:
En tierra lejana
Tengo yo una hermana
O de manera más cálida:
Iba muerto de sed. Tu voz tenía
Un trémulo frescor de agua corriente.

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