Autora: Elba Escobar
Mi ciudad es una ciudad que habito a veces, otras simplemente la observo y la mayoría de las veces me ocurre, me ocurre hasta las lágrimas.
A mi mamá le encantaba mudarse, siempre desestimó la maldición maracucha, esa que reza: ¡Ojalá te mudeís!
Nací en la calle “El medio” del Prado de María, me bautizaron, hice la primera comunión y me confirmaron en la Iglesia “La Milagrosa”, virgen de la cual mi madre era devota, solo esa virgen era de su simpatía, porque la verdad y para ser honestos, nunca le gustaron los curas, ni las monjas, razón por la cual, me salvé de estudiar en el colegio Carmelo. Ella eligió para nosotros, sus hijos, colegios laicos y mixtos, decía que eso de mandar a sus hijos a colegios católicos era un peligro y una ociosidad.
Luego nos mudamos a las Acacias. Casualmente, la semana pasada, estuve filmando una película en Las Acacias y me vi, viviendo en esos pequeños edificios de tres pisos, jugando rayuela, aunque nosotros llamábamos a ese juego “Pisé”, “La ere”, “El escondite”, “Un dos tres, pollito Inglés”, el teléfono, “A la rueda, rueda de pan y canela”, “la señorita Elba, va entrando en el baile, que la baile, que la baile…” Metras, pepa y palmo, gallito, perinola con las latas de jugo yuquerí y palitos de tintorería, no digo trompo porque siempre fui muy mala con el trompo, estampándome los brazos con las calcomanías que venían en los chicles Bazooka. Y saliendo tempranito para el colegio, que quedaba en la cuadra de atrás, con mi hermana, apenas un año mayor, tomaditas de la mano, con cinco y seis años, respectivamente, solitas, porque no había ningún peligro.
Mi mami sin embargo se asomaba a la ventana de su cuarto, que daba para el patio del colegio y nos saludaba cuando hacíamos fila para entrar a los salones. Fue desde ese patio que mi mamá nos cuidó, sonaba el timbre del recreo y ella salía a la ventana y nosotras mirábamos y le lanzábamos besos, no se le ocurrió nunca decepcionarnos, siempre estuvo allí.
Cuando me tocó pasar a bachillerato, yo dije, “Liceo”, para esa época los mejores colegios, la mejor educación, los mejores profesores, el mejor pensum, era el de los colegios oficiales, la educación privada, estaba muy mal vista. Me zonificaron al colegio Santiago Key Ayala, que iba a estar en el Prado, pero aún no se había mudado la sede, de modo que mi primer año, fue en la que quedaba, “De Glorieta a Maderero”, mi mamá me acompañó el primer día, y me mostró, como llegar a la avenida Victoria y esperar en la parada, el autobús y a darle a la cuerdita para que parara y bajarme en las avenida Fuerzas Armadas y caminar cuatro cuadras hacia arriba, hasta llegar al Liceo, mientras lo mudaban. Yo tenía once años y durante seis meses, hice ese recorrido solita. Que ciudad, tan amable, tan simple.
Llegamos a vivir en la Avenida Andrés Bello al lado de VAM y de allí llegaba en bus a mi liceo, que ya estaba en El Prado, después que lo inauguró el Propio presidente Caldera.
Una vez nos mudamos a El Paraíso, por un día, porque quien nos alquiló, se equivocó y ya lo tenían palabreado para otra gente, lo que nos hizo, embalar y desembalar para regresar a la casita del Rosal, donde mi mamá no quería seguir viviendo porque había ratones. Aunque en el patio había dos matas maravillosas, una de cemeruco y la otra de níspero.
De allí nos fuimos a Parque central, esto era para mí, como la casa de los Súper Sónicos, nunca me gustó, allí comencé mis primeros ejercicios literarios, escribiendo poemas sobre la cárcel de concreto donde vivía. Sin embargo fue allí donde descubrí el teatro, un día crucé hasta la vieja casa del Ateneo y se estaba presentado un grupo: “Porque un día salga el sol, sin nubes que lo oscurezcan” Así de largo, era el nombre del grupo, allí supe, que eso era lo que yo quería hacer, aunque para ese momento yo estudiaba en el Pedagógico de Caracas, física y matemáticas.
Ya la ciudad nos estaba cambiando.
Comencé a hacer teatro, vivimos con una tía en Santa Mónica, y luego nos mudamos a Las Mercedes, un edificio pequeño de apartamentos enormes, ahora está Compumoll allí. Y me juré que si algún día tenía posibilidades, me iba a comprar un apartamento y le iba a comprar uno a mis padres, la verdad, estaba harta de mudarme. Para cuando llegó el viernes negro, la liquidación que me dieron en Radio Caracas por la reducción de personal, no me alcanzó para comprar en mi querida ciudad y nos fuimos a San Antonio de Los Altos.
Yo bajaba a Caracas a diario, cómodamente, porque no había tanto tráfico y cuando entraba en la valle coche, se me salían las lágrimas, viendo el Ávila.
Es tan amorosa, tan majestuosamente amable la bienvenida que nos ofrece al entrar a la ciudad nuestro Ávila.
Si veía un camioncito de tablitas lleno de verduras y frutas frescas, de esos que bajaban de los Altos Mirandinos a los mercaditos populares, se me salían las lágrimas de agradecimiento a nuestra tierra fecunda, aunque nací urbana, me atrapó la visión bucólica.
Pasé años escapada de la ciudad, hasta que no pude y decidí regresar, ya con un hijo en combo. La excusa: “Un buen colegio para Simón” Me mudé a “la ciudad satélite” La Trinidad, vía Sartenejas. Desde el ventanal de la sala, divisaba toda Caracas y el Ávila frente a mí, lejano pero más mío que nunca. El muchachito fue creciendo y con él mi susto, por su seguridad, la noche, las fiestecitas, las rumbas, enseñarlo a manejar, darle el carro… Allí me comenzó a doler la ciudad, algo había pasado, y en él, el hijo, se me presentaba la angustia de una ciudad invivible, cuando se tiene un hijo, se tienen todos los miedos.
Me mudé a Los Palos Grandes, el municipio más seguro, y al mes secuestraron a mi hijo, en el propio estacionamiento de mi edificio, le robaron el carro y lo dejaron afortunadamente sano, en una calle donde consiguió ser atendido por una buena familia, que le prestó el teléfono y me lo trajo de madrugada, para que yo no saliera sola por ahí a buscarlo. Todo parecía oscuro, todo me empujaba hacia fuera
Se fue mi hijo a Australia por intercambio y comencé a dormir tranquila, que vaina tan loca, mi hijo, del otro lado del mundo y yo dormía tranquila, porque él estaba en una ciudad segura. Pero me regresó hombre, y un día me dijo: no es la ciudad mamá, es el miedo, ese es el peor enemigo.
Y entendí y le dí la razón, y conmigo muchas madres y muchos padres escucharon a sus hijos, dueños de su ciudad, más dueños que nosotros, nos invitaron a tomarla, y empezaron los milagros… la toma de la ciudad, los artesanos, los músicos, los libros, los escritores y poetas, los actores, los comediantes, los ciudadanos, los cocineros, los comerciantes…
Ya Caracas es nuestra de nuevo, es celebración y es verde y todavía nos alimenta de mangos en Mayo y de mandarinas en Noviembre, nos cobijan sus sombras en las aceras sembradas y en el tráfico un buen suspiro y una mirada al cielo Caraqueño nos alivia la espera. Eso somos, caraqueños luminosos porque Caracas ya es más luz, que Paris.